Octavio Raziel García Abrego
Ciudad de México
Autor las novelas: La profecía del Templo Mayor (nombre
original: México, 8.5 Richter). Premio Secretaría de Marina en concurso de
Cuento con Cruz de naufragio.
55 años de ejercicio ininterrumpido del periodismo
Algunas distinciones:
+Nacional de periodismo “José F. Elizondo” Club de
Periodistas 1977
+ “Pluma de Oro” Confederación Nacional de Colegios y
Asociaciones de Profesionales.
+ 2° Premio Nacional de Fotografía Periodística
Universitaria.
+ Nacional de Periodismo “Ignacio Ramírez” Club de
Periodistas 1985.
+ Nacional “México” de Periodismo 2014
+ Internacional de Cuento. Elda, España
+ 1er. Lugar en el 7° Concurso Nacional literario “Memorias
de El Viejo y la Mar” 2015
30 años reportero en el Periódico El Nacional.
Cruz de naufragio
Por Octavio R. García Ábrego
La chica despertó. Se giró hacia su lado derecho. Había un
vacío y las sábanas estaban frías; dejaron de estar ocupadas hacía varios días.
Se levantó, vistió y en poco tiempo recorrió la distancia que separaba su casa
del muelle donde debía de estar el velero.
Ella oteó el horizonte. Lo imaginó halando las cuerdas,
balanceando su cuerpo de babor a estribor, controlando los cortes del viento.
Colgado de su cuello los dos clavos de Nelson (*) le traerán buena suerte y lo
acompañarán en ese viaje que podría ser de un naufragio anunciado.
Desde ese muelle, pensó que los náufragos han sido, a través
de la historia, personajes que se antojan irreales. Por eso los escritores de
toda talla los han colocados como protagonistas de alguna de sus novelas.
Todos, alguna vez, quisimos ser náufragos y llegar a una isla perdida en la
inmensidad del mar. Kafka consideraba en sus textos al hombre como un ser
solitario, un náufrago en una realidad inexplicable.
En ocasiones –meditaba la muchacha- el ser humano se siente
abandonado a su suerte, en medio de multitudes; como aquellos que caen al mar y
mueren más que de hambre o de frío, de miedo a continuar viviendo. El tema de
barcos que han zozobrado y de sus tripulantes o pasajeros que han sobrevivido
es tan extenso como la historia de la humanidad.
Los naufragios han sido motivo de leyendas de todo tipo,
desde la de Ulises que llegó a tierras extrañas y salvó la vida, pero no pudo
romper los lazos que le unían a su patria, su familia, etcétera. (Síndrome de
Ulises) hasta historias como las de Simbad el marino, Robinson Crusoe o las
obras de Julio Verne y Emilio Salgari.
También el cinematógrafo, desde su nacimiento, trajo cintas
de hundimientos famosos y de sobrevivientes que, en ocasiones, después de años,
volvieron a la civilización. El náufrago, con Tom Hanks y La Laguna Azul, con
dos niños que habitan y crecen en una isla semi solitaria, son dos ejemplos.
Todos los seremos humanos –pensó ella- zozobramos o nos
perdemos en los laberintos de la vida en más de un momento, sólo que en la
mayoría de los casos encontramos la isla de salvación o somos rescatados sin
saber cómo o por quién.
Frente al mar, mantuvo abierta la sombrilla que la protegía
de los rayos del sol. Hasta que llegó la tarde. Se levantó, y nuevamente
escudriño el horizonte en espera del velero que suponía balanceándose en la
inmensidad del océano, mientras, el astro rey, como en una enorme alcancía, se
hundía al final del mar.
En la lejanía, nubes negras y el resplandor de centellas
anunciaban el nacimiento de una tormenta o de un huracán.
Mientras se aleja del malecón, Mónica, que así se llama la
protagonista de nuestra historia, recuerda las horas que ha pasado con Alberto.
Hablaba tanto de las cosas del mar que, ciertamente, contagiaba el deseo de
acompañarlo, de estar con él venciendo el temporal, arriando un contrafoque en
el bauprés, conocer de la amura o del combés, de la carlinga y la escota,
orzar, ponerse al pairo, trincar y empaparse el corazón con la espuma salobre
del mar. Escucharlo decir que besó a muchas mujeres, olvidándose siempre del
amor, de mantenerse firme entre las jarcias después de haber bebido mucho ron.
Ver cómo la profundidad de sus ojos se zambulle en la línea
que marca el final del cielo y del mar, mientras que observa los veleros,
hinchados sus trapos, cortando las olas. Las velas no han muerto, dice,
existirán mientras el viento sople.
A los dos les gusta conocer las tradiciones que viejos
marinos les cuentan. Hay historias de amigos que en algún temporal se
encontraron con otros náufragos en el fondo del mar. En ocasiones, la mirada de
esos lobos de mar retirados se dirigía a la lejanía, mientras sus ojos
adquirían el brillo de la nostalgia.
Se escucha llegar desde la rada el sonido de un silbato de
contramaestre, como el utilizado desde la época de los griegos y los romanos
que, junto con el tambor, llevaba el ritmo de los galeotes o remeros. Siglos
más tarde, en las cruzadas, a su sonido, los marineros debían acudir de
inmediato a cubierta. Hasta la fecha, sigue siendo una herramienta importante
en la vida de los barcos. No obstante los radares, en zonas de niebla, la
campana y el silbato son de gran utilidad.
Mientras espera el regreso de Alberto, la chica recuerda sus
pláticas sobre su vida en el mar. Lo primero que él aprendió fue seguir el
calendario y la numerología: Siempre se levanta cuando los números que marcan
las manecillas del reloj suman 13, poniendo en el piso, primeramente, el pie
derecho. Asimismo, nunca aborda una nave –barco o avión- los días viernes (el
día en que crucificaron a Jesucristo) el primer lunes de abril (día en que Caín
mató a Abel) o el segundo lunes de agosto (día en que Dios castigó a Sodoma y
Gomorra) Además, sigue el axioma de que mujeres y curas a bordo, son de mal
fario.
Desde el malecón observan cómo los barcos –pequeños o
grandes- esperan a que termine de tocar las campanas de la iglesia para zarpar.
Hacerlo mientras tañen esos bronces es de mala suerte. Le han contado que los
viejos marinos van a los muelles o malecones a dar de comer a los albatros que
son sus compañeros ahogados y que reencarnaron en esas aves.
Desde el muelle, Mónica y Alberto acostumbran observar los
barcos de guerra anclados, fondeados: atados con tensas amarras al pantalán,
cables de través y de esprín mantienen las naves con la proa hacia la bocana
del puerto. Desde ese sitio se pueden disfrutar las horas matutinas y las
vesperales. Ver el mundo que como un velero se soltó del muelle y partió a la
deriva.
Mientras disfrutan sus tardes sentados en alguna de las
bancas del malecón, Alberto rompe el silencio con alguna frase o pensamiento
sobre el paisaje que tienen enfrente.
-¿De qué otra cosas sino del mar podemos hablar los
náufragos?
A lo largo de nuestra existencia debemos dejar que los
pedazos que la conforman se vayan acomodando, sin forzarlos; solos se acoplarán
dónde deben. Sin embargo, los viejos marinos llegamos al punto en que
enloquecen las brújulas de la vida y las piezas del rompecabezas no encajan ya.
Días antes de que Alberto saliera a navegar nubes y
barruntos de tormenta los alejó del malecón para buscar refugio en una
cafetería porteña.
Del norte llegó el viento; aquel que brama. Cielo color
plomizo. Los marinos que esperaban cerca de los muelles la partida de su barco,
escucharon el redoble de las gotas de lluvia contra los cristales. Ese ruido,
en ocasiones cruel, descarga su furia del rayo y la galerna sobre naves
desprevenidas. Las aguas de la rada se crisparon mientras el viento azotó el
puerto ¡llegó el Norte! Gritaron las mujeres.
El agua cayó sobre las aceras; bajó desde los aleros, de los
canalones de desagüe rotos. Por momentos esa tormenta se convirtió en rumor, en
murmullo de agua que corría presurosa junto a las aceras. Cosas, objetos
transitaban de lugar en lugar, de espacio a espacio; bajaban rumbo al mar. En
la bocana, el río depositó tesoros o despojos que venían de las tierras altas.
Mientras esperaron a que escampara la tormenta, los barcos
crujían con las cuerdas tensas.
Imaginaron a los marinos en altamar poniendo a su nave al
pairo para sortear el temporal mientras buscan refugio. Temor a encallar,
embarrancar, zozobrar, naufragar.
Nos gusta –repasa Mónica- recorrer las costas. Observar los diferentes azules y verdes que se
reflejan al sol; caminar por los médanos y adentrarnos entre los manglares. Ver
cómo las ceibas se enredan entre paredes de antiguas capillas que los primeros
aventureros abandonaron para cambiarlas por lujosas basílicas y catedrales
tierra adentro.
No hay comentarios:
Publicar un comentario